Por qué consumimos cada vez menos vino

El consumo de vino en Argentina atraviesa una caída sostenida: de 25,6 litros per cápita en 2013 a apenas 16,3 en 2024. Lo que antes era un alimento cotidiano se transforma hoy en una bebida de ocasión, elegida para compartir y celebrar. El Malbec sigue liderando, pero crece la curiosidad por explorar otros estilos. En paralelo, a nivel global se pincha la burbuja de los vinos de lujo usados como commodity, mientras la vida saludable y la competencia de nuevas bebidas cambian las reglas del juego. El desafío ya no es visibilidad, sino presencia real en la copa.

El vino argentino transita una transformación silenciosa pero contundente. En 2013 cada argentino bebía 25,6 litros anuales; hoy la cifra ronda los 16,3, según un estudio de la consultora Moiguer apoyado en datos del Instituto Nacional de Vitivinicultura. La caída es sostenida y ya no sorprende a nadie dentro de la industria: lo que alguna vez fue alimento cotidiano se vuelve cada vez más una bebida reservada para ocasiones especiales.

Ese cambio cultural es evidente. El vino ya no se abre por costumbre sino por motivo: se convierte en excusa de encuentro y en ritual de celebración. En la gama media aparece en cenas informales con amigos; en la alta, se guarda para ocasiones especiales, donde la botella es parte del acontecimiento. Así, aunque el consumo se volvió menos frecuente, cada descorche gana en valor simbólico. El tinto sigue siendo la base —cinco de cada diez argentinos lo beben más de una vez por semana y el Malbec concentra las preferencias del 76 por ciento—, pero junto a esa fidelidad crece la curiosidad: cada vez más consumidores se animan a probar Cabernet Sauvignon, Pinot Noir, blends o incluso blancos que comienzan a ganar espacio en las mesas urbanas.

Este fenómeno no es solo argentino. Desde los años setenta, los grandes países productores —Francia, Italia, España, la propia Argentina— registran caídas en el consumo per cápita. La irrupción de un mercado más amplio de bebidas y los hábitos urbanos desplazaron al vino de la mesa diaria. Más recientemente, la vida saludable avanzó como un mandato global y el alcohol empezó a perder lugar en las dietas. En ese marco, el vino dejó de ser visto como alimento para girar hacia su costado social: ya no se lo abre por costumbre, sino para compartir, celebrar o distinguirse.

A nivel global, los números también pintan un panorama complejo. La Organización Internacional de la Vid y el Vino reportó para 2024 la producción mundial más baja en más de sesenta años —226 millones de hectolitros, un 5 por ciento menos que en 2023— y el consumo más bajo desde 1961, con 214 millones de hectolitros, un retroceso del 3,3 por ciento. El comercio internacional se mantuvo estable en volumen, pero con un valor en retroceso y, sobre todo, con un dato revelador: la caída de los precios en el segmento más caro del mercado.

En los vinos de más de 100 dólares, los precios se derrumbaron hasta un 40 por ciento en dos años. Se desinfló así la burbuja que sostenía buena parte del negocio de Burdeos y Borgoña, donde muchas botellas se compraban no para beber sino para revender. Esa lógica financiera —que convertía al vino en un commodity, sujeto a la expectativa de reventa y a la especulación de los mercados— dejó de encontrar convalidación en los consumidores. En ese mundo, un Lafite Rothschild o un Romanée-Conti eran más activos de inversión que bebidas, papeles líquidos que se negociaban como acciones. Hoy, en cambio, lo que se impone es una vuelta a la esencia: vinos maduros que se compran para beber y compartir, no para esperar su revalorización en una subasta.

Para Argentina, la lección es doble. Por un lado, el consumo interno ya no se medirá en litros por cabeza, sino en ocasiones de valor: quién logra estar presente en el brindis, en la cena de amigos, en la mesa de celebración. Por otro, en el frente externo, la oportunidad está en consolidar una oferta con identidad y consistencia en un mercado internacional que, aunque planchado, todavía paga bien por la autenticidad. El desafío ya no es ganar visibilidad —el consumidor conoce en promedio 20 marcas y probó 14—, sino conquistar un lugar real en la copa, un espacio que no se mide en recordación sino en preferencia.

Así, el vino se redefine. Menos ritual diario, más momentos memorables; menos repetición, más exploración. No es necesariamente un retroceso. Tal vez sea un regreso a lo esencial: el vino como experiencia, como vínculo social y cultural, como excusa para detener el tiempo. Al final, se trata de lo mismo de siempre: abrir una botella y brindar.